30.5.08

¿Detrás de qué van corriendo, detrás?
Esos que van creyendo dejar atrás
Todas esas cosas que encadenan
¿Detrás de quién van corriendo de atrás?
Si no pueden soltar su mente nunca jamás.

Queridos, y ayer creídos esclavos de un mundo familiar sepan que la cadena más grande que ata su cuello está afuera de su viejo hogar. Está en la casa, en la esquina, en la biblioteca y en el bar.

¡Cómo no va a estar así!

La cuestión.

29.5.08

Algo tienen estos años que me enseñaron que mis dedos van tomando un sabor agridulce que me encanta, que el 21 de junio empieza el día a crecer otra vez, que antes el tiempo no se medía con relojes sino con soles y flores, que en algunas partes de la India se cree lo obvio: que el ser no envejece, que la resignación mientras más crezca más posibilidades hay de que en el camino haya más obstáculos para revertir en noches de locura, febriles delirios y vuelos de nostalgias del futuro.
Algo tuvo ésta semana que me hizo encontrarte en el camino de lo cotidiano caminando en la vereda del frente para el mismo lado. Viendo a los obreros escuchar el partido desde el andén con una spika casi clavada a la oreja con tuercas y tornillos oxidados -emocionados óxidos emociones- esperando para volver del receso a picar y picar bajo tierra. Se pasa el tiempo y se aumentan las ganas de morir. Justo cuando creía que había más cosas que eran inversamente proporcionales, como la alegría y las ganas de morir. Ahora que el libro que leí ha suicidado a mi protagonista y lo ha dejado como un número más -o mejor dicho 50mil números más que vendió aquel diario en el año 1929 tras morir-, ahora que en el piso de la pensión quedó una niña bizca y moribunda. Ahora que la muerte parece rodear el todo, me alegro de florecer en amaneceres invernales repletos de ganas de ser oso, de ser panda y de cercanos encuentros a cualquier hora para comprobar que late más fuerte hoy el planeta que la resignación permanente y monstruosa.

Denunciote, denuncio a tu fantasma que no me hace daño.
Denunciote, denuncio a tu vanidad que no deja que veas más allá del cerquillo.
Denunciote, denuncio a tu materialismo que sólo deja mensajes en el contestador esperando monedas.
Denunciote, denuncio a tu teléfono que no permite que entren monedas y se las come en nombre de los que no tienen qué comer.
Denunciote, denuncio a tu músico de protesta por no hacer un bis más.
Denunciote, denuncio a tus coincidencias que no muchas veces funcionan.
Denunciote, te denuncio en exclusiva a la soberbia ánima en pena, monstruosa y colectiva, que inunda tu cuerpo de mujer, melancólica, nostalgia y ciclotímica Buenos Aires.

¡Te brindo una bomba H desde acá!
¡A tu salud!

Salú.

28.5.08

¿Y si me creo joven y parece que ya el espejo denunció que caducaron los tiempos como para darse lujos de lentitud? Hay preguntas que no puedo apagar, son como luces siempre. Me duelen en la parte trasera de los ojos, como un nudo en el nervio óptico. Y si me creo joven y parece que ya...

Las caras de ansiedad demuestran gente a quien ya les llegó el momento. Los que vieron venir el tren y cuando les pasó de largo, recién, ahí, se vieron parados con todo el tiempo esperado como mochilas sobre los hombros. Se fue haciendo chiquito, despreciable contra la gran distancia, hasta que al final desapareció (otra vez el silencio, anunciaron desde abajo dos pies cansados).

Hay momentos para decidir hasta cuando se soporta y cuando se dice basta. Hasta cuando uno es capaz de saberse joven, sin entender que las arrugas en el espíritu empiezan a quejarse de no haber hecho nada sustancialmente importante. Ni grandes sucesos, ni nada de eso: hablamos de haber encontrado el hueco en que uno cabe perfectamente y se ajusta y lo siente. Después, desde ahí, florece como en primavera e invade todo de hojas y ramas y flores. Hablamos de haberle tirado el vaso de agua del escritorio al tremendo señor que dedo con dedo en cada mano hablaba y nos enterraba cual muñequitos en torta de casamiento. Hablamos de haber sacado las rodillas de merengue, haber manchado algún esmoquin, haber arruinado más de un vestido con canutillo (y el grito de aquella dama, ay). Hablamos de la tremenda barrera ancha que separa estas manos de esas mentas y condena a este cuerpo al lento final, triste y aburrido.

El sol se pone en el ventanal, estamos tan cómodos. La estufa está prendida, se apaga el otoño y se enciende la noche. No importa estar solos y desesperados, ansiosos y desconcertados. Hay comodidades que parecen poder con todo. Lentamente nos dormimos entre los almohadones, lentamente vamos cayendo más allá de los límites de lo visible. Respiramos suavemente una vez dormidos, damos un un par de vueltas y cuando la leña termina de consumirse aparece, sin que nos demos cuenta, el tiempo y se sienta en el banquito azul a reírse un rato de nuestra pobre resignación.


Enough.

25.5.08

Y no supe aprovechar el cielo de tu sonrisa cuando en la caída del avión se hacía inevitable. Parecía que la barranca abajo era infinita y que el abismo se extendía por más de 100%. Probabilidades de muerte, todas. Probabilidades de vida, nulas. Y en la confusión de remolinos fue cuando llegué a entender que tu metáfora también es la mía y que esta poesía es confusa sólo para el que nunca cantó que quería vivir más de hoy, y que quería morir comiendo ésta miel viscosa y suave de cantar.
Probabilidades de confundir tu pelo con el mío, tu extensión con la magia del viento y tu respiración con las lloviznas más lindas que inundan todo el barrio de Villa Crespo y mojan de verano el alma de un pobre peatón. Nostalgia de bicicleta, nostalgia de verano y de calor -aunque éste siempre vuelve debajo de lo que uno menos espera-. Un buen discurso, una buena meta, un buen "meta y meta" y "un montón" le dirían al pelado Brossi.



La carne vale todavía.

24.5.08

Por enésima vez, cantaba retirada. Que lo parió, che. Y tan peinadito, y tanto perfume, para quedarse con la flor en la mano, el ojal vacío y alguna que otra ilusión perdida. Bailoteando en el cordón de la vereda como borracho de fin de fin de semana, rezagado entre la gente que ya volvió a casa.
Un estribillo y adiós.

- Mirá, che - le dijo a un poste de luz que ofició de dama perdida, quetito y escuchando- Se me acaba la vida, no nos podemos dar estos lujos. Me queda poco tiempo y no me aguanto esperando como un nabo a ver si aparecés. El perfume no es cosa para despreciar, ¡mirá que tapin! Hasta flor te conseguí. Y quería que fuéramos a cantar juntos. Pero ta, entendí como viene la mano. Se me acaba la vida, ya te lo dije. Estoy empezando a pensar que estoy medio condenado por el destino, o Dios, que viene a ser lo mismo. Como que tiene un dedo en mi cabeza y aprieta. Soy muñequito de torta medio enterrado. Así que me voy, ¿sabés? Andá a cantarle a Gardel, no te espero más. Dicho el recitado, adelante la retirada. Cambio y fuera.

Se calzó el sombrero con elegancia y, haciendo caso omiso del puñal de angustia en el pecho, se fue caminando por la calle vacía sin voltear ni una sola vez a ver si lloraba o si simplemente continuaba ahí parada e indiferente. Ni una sola vez se dio vuelta a fijarse, como corresponde. Con el eje un poco torcido y la gravedad medio aumentada dobló en la esquina, justo al momento de entonar la bajada.


Tan difícil como andar.

16.5.08

Al parlante se le ocurrió cantar que otra vez no puede dormir. Y que, por favor, no acepte las promesas. Que no hay promesas que pueda mantener.

Recuerdo haber dicho lo mismo, con el parlante en mi garganta. No tomes mis promesas. No las puedo mantener. Es cuestión de ciclos, me hablaron las voces. Los míos, aparentemente, eran más cortos y nunca llegaba. Yo siempre había concluido cuando el otro estaba aún por darse cuenta de algo, de nada, de todo.

Quizás algún día nos conozcamos y charlemos, no solo hablemos. El lema con el que caminamos entre la gente, buscando. Para lograr escuchar en vez de oír. Tan acostumbrados a tener tubitos en las orejas que dejan pasar todo y nada se queda. Por eso, a quien le importa (que me importa!) si del piso once hasta el final él está enojado con las restricciones de energía. No tenemos un ascensor pero estaban todas las luces de la rambla prendidas esta mañana! La coherencia no es nuestro fuerte, le digo. Y asiente, sí, sí, claro, tenés razón. Como decir mire usted qué calor hace de repente, pensar que estamos en otoño, que tiempo de locos, cómo se fue el año.
Pero: ¿Cómo decir mire usted qué calor que hace de repente, pensar que estamos en otoño, que tiempo de locos, cómo se fue el año? No es una pregunta pero... es. Y me pregunto cómo decirlo para que no parezca que estoy combatiendo el interminable silencio de ascensor que detesto, que me molesta, que no aguanto. Porque solamente en las películas la gente tiene sexo en el tiempo que se demora en bajar once pisos. O se enamora, o se pelea, o le pasa algo bien importante. Al resto de la gente, que somos un número en ascenso, nos pasa nada más que un silencio o, en el mejor de los casos, una conversación de esas en que la gente habla pero no conversa.

Una lástima, te diré. Quizás hubieras podido saber qué me pasaba. O quizás, yo hubiera entendido que esa mañana te molestó tanto más que las luces de la rambla, siendo que vos no podés disponer de tus tres ascensores. No. Te molestó el eco agudo del túnel en auto, te molestó la gente caminando en filas por la calle, te molestó cuando otra vez repetiste el repertorio de frases a decir en un encuentro pactado solamente por la rutina. Y te preguntás cómo decir que qué calor si estamos en otoño, que qué rápido se va el año, ya otoño. ¡Ya otoño!
Entraste al ascensor, con la picazón incómoda de saber que ibas a bajar once pisos sin sexo, ni amor, ni peleas, ni nada bien importante. Para hacerle frente, en un intento desesperado, comentaste lo de las luces en la rambla, qué barbaridad. Alguien te contestó es verdad, la coherencia no es nuestro fuerte. Asentiste, sí, sí, tenés razón.

Tenés razón. Llegamos a planta baja, estábamos salvados, nunca nos enteramos de nada. Nunca supimos que nos inquietaban las mismas cosas, ni nada, nada.
La calle volvió a resurgir entonces, las mismas preguntas, cómo lo digo, cómo hago que no parezca que no escucho, cómo le pego una patada al adormecimiento general y mantengo la promesa de aniquilar cada uno de los silencios interminables con el parlante en mi garganta.

Siete cuadras después tenía peores cosas en qué pensar.



The same mistake again.

14.5.08

Como a un toro en la arena. Que se esconde entre médanos para no saludar a la vecina. Pero la característica que más lo distingue como toro, es la sangre que derrama después del ruedo, torero mediante. La bestia está por caer, con un último respingo y ese vaporcito que sale por sus fosas nasales. La multitud clama "vencido!", el torero se siente invencible y erecto, y a la arena se le manchó el vestidito de sangre.

Hace cinco millones de años que no hablo. La escena del toro, tan representativa, reaparece cuando invento, otra vez, una realidad hecha con escarbadientes. Que se tuerce y se retuerce, se cae con un vientito de morondanga. Cuando intento invertir la historia del toro, hacerlo ganar la batalla y no morir desangrado después de haber intentado derribar la pared roja que solo era una tela, algo pasa. Es como girar el pie derecho en el sentido de las agujas del reloj y a la vez querer dibujar un seis en el aire con la mano derecha. No se puede. El pie cambia inmediatamente de dirección y entonces no tiene sentido.

Estos tiempos son de mirar por las ventanillas. Siempre en silencio, claro. Son tiempos de sucederse interminable, toqueteando el balance de colores hasta que aparezca una imagen increíble de otoños para el deleite, plagados de rojos y marrones, amarillos y celestes, verdes y anaranjados. Entonces respirar y que se note que hay sal, olor a que no cuesta nada estar ahí, con vientito de mayo y arena de todo el año. Pero en silencio, por favor, no rompamos esto que es tan frágil.

Así pasa todo, todo el tiempo. Acostumbrados a mirar, sin saber qué decir. Desde afuera me tocan la puerta y yo, que soy toro moribundo, finjo muerte para que no me molesten. Que me lloren pero que no me molesten. Que no pregunten porqué no le di con los cuernos al de la tela roja, porqué me dejé pisotear, porqué no salí corriendo y me presté a ese juego. Ahí, en todas esas preguntas que no respondo porque no atiendo al llamado, se esconde la esencia, lo que veníamos pensando. Pensando que estamos necesitando cambiar de época. De hábitos. De siglo. De país. De mente. De planeta.

La ventana, todo cerraste. Todo. El cadáver del toro se pudre adentro, no queda arena y no entra aire. Los curiosos se cansaron de golpear la puerta y siguieron caminando, preguntándose y preguntándose. Hoy cumplimos, exactamente, cinco millones de años acá adentro. Y lo celebramos en silencio, con la cabeza alta y las lágrimas bajas, con el sueño en los párpados y los cuchillos en el costado.



En la sombra.
Erdosain siente que varios resortes de su sensibilidad escapan de los gatillos y le estremecen el tuétano de los dieintes. (Pido secreto, secreto).
Te agacharás cada vez más, de manera que la gente podrá caminar encima tuyo, y serás invisible para ellos casi, como lo es una alfombra.
Si Erdosain tirara de la punta de su odio es casi seguro que el carretel se desenvuelve definitivamente; pero él no se atreve, y las puntas de su odio cuelgan allí dentro de la caja de su pecho mientras él no sabe qué hacer.
Se acuerda de los cornudos felices y lustrosos que ha conocido y reitera la pregunta:
- ¿Me habré equivocado de planeta?
No quiere confesarse a sí mismo que siente una nostalgia terrible de llanuras miniadas colinas, que siente la nostalgia de un país donde monte por medio se habla un idioma distinto y se viste un traje diferente. El vestiría entonces una túnica de buriel, y con una escudilla en la mano limosnearía entre bueyes fajados con mantas y mujeres que manejen rastrillos.
Su amargura crece. Está solo, solo, en un siglo de máquinas de extraer raíces cúbicas y cinema parlante...

Y si Roberto aún viviera... hoy sería jardinera.
Extracto de "Los Lanzallamas" de Roberto Arlt.
No quiero arrancarle las piernas -dijo mientras pitaba una vez más su cigarro- porque no da crucificarlo antes de tiempo, todavía tiene toda una vida para resarcirse de lo que dijo. Uno se equivoca, ¿viste? ¿Cuándo alguno que otro no dijo algo que no debía, miró al culo de la mina equivocada o pasó un semáforo rojo en distracción? No podemos hacernos cargo de que somos perfectos, entonces tampoco puedo yo ser quien critique y le clave a éste nazareno callejero los clavos en las manos. Porque yo no soy ningún romano como aquel tampoco fue ningún rey.
Pero vamos a ser sinceros, porque quizás éste no sea ningún nazareno, quizás sea más Judas de lo que parece. Detrás de su barba y su pelo largo esconde alguna gambeta, alguna tramoya de esas medio extrañas. Y ahora que lo pienso ¿no tenía Judas también barba y pelo largo?
En verdad no me acuerdo. Si no voy a catequesis desde que tengo 12 años... ni idea. Pero me da esa sensación. Porque viste como son las modas... uno empieza a fumar y del grupo de amigos todos empiezan a fumar a la misma edad, a vestirse con la misma ropa. Siempre hay uno que va marcando la moda... la "tendencia" como le dicen en las revistas que lee mi mujer. Bueno, ponele que es alguien que sea medio líder y en éste caso Jesús era medio lider de esos 12 tipos... entonces estaban los otros haciendo lo que hacía éste Jesús. Él predicaba, los otros predicaban; él se dejaba la barba, los otros se dejaban la barba. Eso sí cuando al otro se le ocurrió entregarse para que lo clavaran, ahí sólo unos pocos se bajaron los pantalones y dejaron que también les metieran el clavo por el orto. Pero bueno, siempre hay cagones y hasta en los calzoncillos del más fiero hay un poquito de caca en la situación que menos se te ocurra. Una vez vi un especial en la tele que hablaba de una molécula de caca que le sale a cualquier persona, como de transpiración, de adrenalina en cualquier situación. Por cuestiones de vértigo... el famoso "vértigo en la cola", ¿no? -Risas-.
Bueno, en verdad no puedo crucificarlo, no puedo decirle nada. Pero qué fiero estuvo cuando dijo eso la otra tarde... que irrespetuoso che.

Minutas de charlas.

12.5.08

Tiene ojos claros bajo su frente porque el cielo siempre es más amplio donde no hay tantas edificaciones y humo como en la capital. La textura -lo primitivo- de la ropa de trabajo hace que su piel se vea curtida por los años y las tempestades, por la chapa y el concreto que sobre su piel se fueron posando en forma de polvillo, en temporal forma de suciedad llamada experiencia en el mundo moderno. Ya está pelado.
A pesar de la experiencia, de ese peine del que alguna vez habló un boxeador, es un obseso. Y no es un gordo con una letra de más, nada de eso. Es simplemente el grotesco personaje que habita un pequeño pueblo cercano al oeste de la costa, pasando Colonia. Fantasmal realidad que hace latir su corazón, fantasmal obsesión para llegar a tener un mundo mejor, su mundo mejor. Para todo lo demás, existe la falsedad.
Todas las noches -no es que sea sonambulo, sino que lo hace en plena conciencia- se levanta de su cama y arrastrado casi en cuatro patas como si fuera un perro abandonado de la estación por la cual el tren dejó de pasar hace años de apellidos capicúas se va hasta alguna parte de su campo donde desea que nazca su riqueza, donde desea que broten los dólares que mañana le den de comer. Fertilizante de su ambición es hoy su excremento que marrón se va posando sobre la tierra entre ladridos de perros nocturnos. El abono humano es el mejor, le dijeron en el '50 y nunca olvidó ese consejo. Todas las noches se levanta y caga en su campo para que el trigo salga mas dulce y que mañana podamos comerlo en forma de pan en nuestras mesas de la civilizada ciudad.

Trigo.

8.5.08

Una vez se me dificultó cuando entre lenguas verdes y malestar muscular típico del ómnibus y del tiempo contar un poco más de ella, ser un poco más detallista. Me cuesta a veces lograr que mi relato sea real, puro y que llegue a tus oídos -a tus ojos- sin metáfora alguna que busque intentar confundir al recipiente aunque sea la manera más natural y menos disfrazada de seguir comprobando la transparencia tengo que desde que soy gota de lágrima.
Volvamos en el tiempo a aquel atardecer de cielo confuso, pisando una tierra nueva por primera vez, donde mi relato se confundía con las demás gotas que sobre el vidrio resbalaban. Volvamos a soñar con un pueblo donde el chirrido de las motitos de los jóvenes es la banda sonora junto a los grillos, el sonido del agua y de la soledad. Y una vez que lleguemos te voy a contar con un poco más de detalles cuando en otra vida, en otra época -más adelante en el tiempo, no tiene porque ser más atrás mi otra vida-.
Cuando lleguemos... podemos tardar una eternidad en verdad para volver a ese invierno de manos frías que en la calle La Vajilla dejó que nos sentaramos en la orilla de un escalón de marmol a sentir los labios más fríos que el hielo eterno, que la eternidad de una copa de madera de película de aventuras. Un escalón que nació en la marmolería donde mi abuelo jura haber visto como llevaban a Cristo con su cruz colgando en una parte macabra de la religión. Jura haber visto a un artista del cincel mostrar la verdad de la realidad de otra época con simplemente ajustar unos golpes sobre la piedra deforme. Los rasgos de Jesús, los rasgos del mármol frío, el frío marmol del escalón en la calle La Vajilla, tus labios fríos.
La fresca, el viento, la escarcha en los ojos y lo vidrioso de nuestras almas que juntaban humedad y transpiración de exitación nos llevaron a un subsuelo donde lo más podrido de la sociedad de la
época se fue juntando. Cada partícula de polvo, cada rata habitante de la urbanidad más que el rufián, cada luz amarillenta del mundo y cada miles de dólares invertidos en chapa y motor rodeaban una situación tribal y prohibida. Una situación normal según algún loco de Boedo, una situación digna de narrar como la defenestración pública de una prostituta. El olor a milongas y tangos, y la radio Clarín sonando a encierro de trabajo insalubre. El trabajo insalubre de tener tantas ropas y tener que quitarselas llevó a darse cuenta que en la pubredumbre de ese club de la pelea de mi ciudad uno se encontraba tan solo, que ella no existía, como Tyler. Ella estaba pisos más arriba subida a una terraza, intentando pescar alguna estrella para diferenciarla de un planeta porque "a los planetas se les nota el relieve hasta a lo lejos". Ella estaba en una estrella volando y queriendo no volver a tocar el piso para no tener que mirar las manchas de las lozas del patio, las manchas que se le iban agregando a la cara de sus padres castradores.
La soledad nuevamente presente en el relato, fue nuevamente una vez más nueva banda sonora de una vida que ya viví. Las ganas de parecerme a un suicida de principios de siglo, a un inventor de chatarras obsoletas que algún día funcionarán en un sueño de un niño. Las ganas del suicidio puro inundaron la sangre de mi ser. Cada día me encuentro más parecido al personaje del libro que estoy leyendo. Cada día estoy más viejo, más cercano a la muerte.
Pasó la vida después del episodio del subsuelo, pasó la vida y después fui gota en el vidrio de unos viajeros que se aprontaban por el oriente de mi país. Años más tarde fui un girasol humano que con cada niña menor de 17 temblaba de ganas de escupirla en la cara más de una vez, porque después de tantas vidas ya comprendí porqué hay gente que para matar no alcanza con una puñalada y llega a contar más de treinta. De rabia y de locura, de soledad y de relatos detallistas.

Banda sonora.

7.5.08

En uno de los tantos viajes que hice a la tierra más allá de las cortinas, conocí a un individuo asombroso. Estaba caminando a solas en una puesta de Sol (no sé si era el Sol o un astro más lejano) cuando lo divisé, sentado abajo de un árbol grande, mirando quizás la puesta del astro, quizás simplemente mirando. Me acerqué con curiosidad. En mi larga travesía me había cruzado con miles de personajes extraños. En los puertos, en las avenidas, hasta en los interminables campos verdes y marrones, crucé gente. Pero ahora, después de haber andado tanto, este ser me causó algo especial.
Siempre creí que para lograr conocer las verdades de las personas es mejor observarlos actuar sin que noten que estamos ahí. Si lo descubren, somos como una basurita en la inmaculada estructura de cristal de sus acciones. Con cautela me fui acercando por detrás, casi invisible e imperceptible, hasta que estuve cerca de él como para poder ver qué hacía.
Era un extraño hombrecito luminoso. La luz era suave y se extendía por su contorno como una protección fosforecente. Tenía los brazos largos, la cara despierta y los ojos grandes. En una mano sostenía una flor casi perfecta. La miraba como cuidándola, como queriéndola, como orgulloso de que estuviera allí con él a la hora de las sombras largas.
Era un buen cuadro para mis ojos, parecía que la luz de su cuerpo y su actitud estaban de acuerdo. Estuve un rato con él, sin que supiera. Lo miré con felicidad, le dediqué sin que sepa un pequeño agradecimiento por haberme dado algo para ver que contradiga el metálico vivir que a veces se siente, tan frío. Estaba en el momento más feliz del viaje.
Pero, justo cuando pensaba seguir antes de que se diera cuenta de mí, el hombrecito le arrancó un pétalo a la flor y lo hizo trizas. Me quedé en mi lugar, con asombro, intentando saber qué le había hecho cambiar de opinión acerca de la flor. Él miraba el pétalo roto, la flor rota, y no parecía expresar más que indiferencia. Un minuto después, lloró en silencio tres o cuatro lágrimas.
Así estuvimos un largo rato. La flor tenía el poder de regenerar el pétalo que él le arrancaba cada cierto tiempo. Después la acercaba a su pecho y murmuraba palabras de amor. Pero volvía a arrancarle un pedazo pasado un rato, invariablemente.
No pude entender porqué. Creí que, seguramente, él se manejaba con un código distinto al mío. Y yo, por primera vez yendo en contra de mi teoría de no intervenir, quise tocarle un hombro y sentarme a escuchar cómo explicaba ese comportamiento. Pero había en el medio un mundo de separaciones que no explico, no habría podido acercarme más aunque me dejara. Algo en mí se negaba a entender y a incorporar.
Esperé hasta que la noche llegó por completo. Él no se movió y no dejó de repetir su escena de amor-mutilación. Tenía que volver.

En mi camino de regreso a casa paré a tomar algo. En la barra del lugar solo había un tipo, tan normal como los más normales, que se prestó a escuchar el relato de mi historia acerca del hombrecito y su flor. Me dijo que él también lo había visto. Que todos en el pueblo lo habían visto.
- Recibe a sus visitantes sin saberlo.- comentó- No es más que la imagen de quienes somos.
- Quienes somos... ¿nosotros?
- Nosotros. Bueno, no vos y yo únicamente. Nosotros los humanos. En la tierra más allá de las cortinas a veces hay representaciones metafóricas de cómo somos.
- ¿Cómo somos?
- Somos... somos una paleta de colores que no admite contradicciones. O, más bien, las incorpora y convive con ellas. Estamos muy lejos de conocer los verdaderos sentidos, siendo como somos la prueba existente de lo ambiguo.
- Querer y destruir, al mismo tiempo...- pensé en voz alta.
- Parece imposible, pero...
- Pero es.

No dijimos más nada. A mí la bebida me resultaba insípida. Él me dijo que era muy joven, que un día entendería, como un callo en la rebeldía, que deja de doler cuando ya le dieron suficiente palo. Sabía que en otro momento hubiera respondido de alguna forma. Pero no hay argumento que aguante tanta prueba en contra.
El día estaba acabado. Después de pagar y salir, ya estaba preparándome para volver a casa. El mundo de detrás de las cortinas se alejaba lentamente, y yo casi sentía estar en la barca, con un Caronte llevándome lentamente de nuevo a la realidad. Realidad que no era la misma después de haberle incorporado estas nuevas visiones y preguntas, situaciones y verdades. Presentí que todo iba a verse distinto. Detrás de la ventana solo encontraría una turbia secuencia de imágenes, una cama, un monitor apagado, una persona durmiendo, un ronquido en el cuarto de al lado y la alarma del celular programada otra vez. Al despertar, resultaría absurdo haber pensado que todo era distinto. Haber ido a buscar la confirmación de lo que venía pensando. Y la confirmación era, simplemente, que detrás del amor la destrucción también estaba presente, ensuciándolo de hollín pero sin matarlo del todo. Con menos brillo, sobreviviendo y nada más.

A veces siento florecer lo que creía antes de mi último viaje. Pero son solo breves momentos, pequeñas puntadas en la sien. En seguida la máquina ejerce su presión ineludible, y vuelvo a dormirme caminando por la calle. No puedo decirle a nadie, no entenderían. Solo a veces, cuando la oscuridad es absoluta, me acuerdo de la silueta brillante. Y extraño esa primera sensación, la de las gracias, por casi haber tocado con las manos una prueba tangible de que se puede brillar de continuo sin apagarse.



Meta y phorein.

4.5.08

Aparición. Nada es real, pero se escucha. Absolutamente convencido de que la escucha. La canción que programó para que le avise el momento justo. Siempre es el momento justo.
Las fronteras entre lo real y lo irreal son absurdas. Es una división que no tiene fundamentos para sostenerse. Su deseo es todo, lo que importa a esta ahora y a toda hora. Y si solamente eso importa, entonces la canción está sonando. Que no lo contradigan.
Déjenlo en paz, no le toquen timbre, hagan como que no existe. No se comporten como agujas acercándose a su burbuja. Hagan silencio.
Él está acá, y va a estar allá cuando esté allá.
Si lo oyen gritar no hagan caso, es que por un segundo se desconcentró y casi se cree eso de que los parlantes están rotos hace años.

No es nada malo, es que pasó una brisa.
Ahí voy. No soy así, en mi bolso llevo cosas tan distintas y tan escasas, no se parecen a las cosas que contienen los bolsos de otros. Quizás cueste un poco más. Ya creo que sí, después de haber tenido que sonreír a más de un chiste que no entendí, y asentir a más de una afirmación acerca de algo que, lo juro, jamás viví. Pero es tan esencial... (¿quién lo admitiría?).
Soy hijo preso del siglo de las obligaciones, marcado a fuego por las cosas que no digo en voz alta. Pero ahí voy, como si me costara nada más que un soplo elevarme y llegar, descendiendo elegantemente en el jardín de una casa perfectamente iluminada.
De mi galera saco gatos y el público tiene miedo de abuchear, no quisieran tener que decirme que un conejo debía ser. Un conejo debía ser.
Agüita para consolar. Mitad convicción, mitad mentiras. Ahí voy, balanceándome en una telaraña, más pesado que diez elefantes.
Ahí voy. Agarro mi bolso y ahí voy. Nadie sabe qué cosas serán, seguramente piensen que son las mismas que llevan ellos. Cuando paso mi tarjeta electrónica y el pitido me permite ocupar mi lugar, ahí voy. Compartiremos asiento, o no, pero seguramente yo estaré mucho más lejos.
Y ahí voy, a escaparme como una fuga de aire en una pelota, disparado hacia el infinito por una falla en la capa de ozono.


So here I go, hello, hello.