7.5.08

En uno de los tantos viajes que hice a la tierra más allá de las cortinas, conocí a un individuo asombroso. Estaba caminando a solas en una puesta de Sol (no sé si era el Sol o un astro más lejano) cuando lo divisé, sentado abajo de un árbol grande, mirando quizás la puesta del astro, quizás simplemente mirando. Me acerqué con curiosidad. En mi larga travesía me había cruzado con miles de personajes extraños. En los puertos, en las avenidas, hasta en los interminables campos verdes y marrones, crucé gente. Pero ahora, después de haber andado tanto, este ser me causó algo especial.
Siempre creí que para lograr conocer las verdades de las personas es mejor observarlos actuar sin que noten que estamos ahí. Si lo descubren, somos como una basurita en la inmaculada estructura de cristal de sus acciones. Con cautela me fui acercando por detrás, casi invisible e imperceptible, hasta que estuve cerca de él como para poder ver qué hacía.
Era un extraño hombrecito luminoso. La luz era suave y se extendía por su contorno como una protección fosforecente. Tenía los brazos largos, la cara despierta y los ojos grandes. En una mano sostenía una flor casi perfecta. La miraba como cuidándola, como queriéndola, como orgulloso de que estuviera allí con él a la hora de las sombras largas.
Era un buen cuadro para mis ojos, parecía que la luz de su cuerpo y su actitud estaban de acuerdo. Estuve un rato con él, sin que supiera. Lo miré con felicidad, le dediqué sin que sepa un pequeño agradecimiento por haberme dado algo para ver que contradiga el metálico vivir que a veces se siente, tan frío. Estaba en el momento más feliz del viaje.
Pero, justo cuando pensaba seguir antes de que se diera cuenta de mí, el hombrecito le arrancó un pétalo a la flor y lo hizo trizas. Me quedé en mi lugar, con asombro, intentando saber qué le había hecho cambiar de opinión acerca de la flor. Él miraba el pétalo roto, la flor rota, y no parecía expresar más que indiferencia. Un minuto después, lloró en silencio tres o cuatro lágrimas.
Así estuvimos un largo rato. La flor tenía el poder de regenerar el pétalo que él le arrancaba cada cierto tiempo. Después la acercaba a su pecho y murmuraba palabras de amor. Pero volvía a arrancarle un pedazo pasado un rato, invariablemente.
No pude entender porqué. Creí que, seguramente, él se manejaba con un código distinto al mío. Y yo, por primera vez yendo en contra de mi teoría de no intervenir, quise tocarle un hombro y sentarme a escuchar cómo explicaba ese comportamiento. Pero había en el medio un mundo de separaciones que no explico, no habría podido acercarme más aunque me dejara. Algo en mí se negaba a entender y a incorporar.
Esperé hasta que la noche llegó por completo. Él no se movió y no dejó de repetir su escena de amor-mutilación. Tenía que volver.

En mi camino de regreso a casa paré a tomar algo. En la barra del lugar solo había un tipo, tan normal como los más normales, que se prestó a escuchar el relato de mi historia acerca del hombrecito y su flor. Me dijo que él también lo había visto. Que todos en el pueblo lo habían visto.
- Recibe a sus visitantes sin saberlo.- comentó- No es más que la imagen de quienes somos.
- Quienes somos... ¿nosotros?
- Nosotros. Bueno, no vos y yo únicamente. Nosotros los humanos. En la tierra más allá de las cortinas a veces hay representaciones metafóricas de cómo somos.
- ¿Cómo somos?
- Somos... somos una paleta de colores que no admite contradicciones. O, más bien, las incorpora y convive con ellas. Estamos muy lejos de conocer los verdaderos sentidos, siendo como somos la prueba existente de lo ambiguo.
- Querer y destruir, al mismo tiempo...- pensé en voz alta.
- Parece imposible, pero...
- Pero es.

No dijimos más nada. A mí la bebida me resultaba insípida. Él me dijo que era muy joven, que un día entendería, como un callo en la rebeldía, que deja de doler cuando ya le dieron suficiente palo. Sabía que en otro momento hubiera respondido de alguna forma. Pero no hay argumento que aguante tanta prueba en contra.
El día estaba acabado. Después de pagar y salir, ya estaba preparándome para volver a casa. El mundo de detrás de las cortinas se alejaba lentamente, y yo casi sentía estar en la barca, con un Caronte llevándome lentamente de nuevo a la realidad. Realidad que no era la misma después de haberle incorporado estas nuevas visiones y preguntas, situaciones y verdades. Presentí que todo iba a verse distinto. Detrás de la ventana solo encontraría una turbia secuencia de imágenes, una cama, un monitor apagado, una persona durmiendo, un ronquido en el cuarto de al lado y la alarma del celular programada otra vez. Al despertar, resultaría absurdo haber pensado que todo era distinto. Haber ido a buscar la confirmación de lo que venía pensando. Y la confirmación era, simplemente, que detrás del amor la destrucción también estaba presente, ensuciándolo de hollín pero sin matarlo del todo. Con menos brillo, sobreviviendo y nada más.

A veces siento florecer lo que creía antes de mi último viaje. Pero son solo breves momentos, pequeñas puntadas en la sien. En seguida la máquina ejerce su presión ineludible, y vuelvo a dormirme caminando por la calle. No puedo decirle a nadie, no entenderían. Solo a veces, cuando la oscuridad es absoluta, me acuerdo de la silueta brillante. Y extraño esa primera sensación, la de las gracias, por casi haber tocado con las manos una prueba tangible de que se puede brillar de continuo sin apagarse.



Meta y phorein.

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