23.2.09

No puedo soportar siquiera la idea de que vaya a pasarme. De ser yo, Pedro Mendeslopez, el elegido, el hombre de turno, el blanco al que apunta un dedo mayor. No sé cómo haría, como lidiaría con la irremediable fortuna de ser libre.
Quizás llamaría a mi mujer y le gritaría al oído que me he vuelto loco y sueño despierto. Ella entonces correría a lo de su madre a contarle que su marido está loco, que la oficina terminó de arruinarle por completo la cabeza. Mi suegra, entonces, con una mano fina y delicada, sólo con los destrozos que causa el ininterrumpido ejercicio del frivolité, se taparía parcialmente los labios, que forman una perfecta letra O de asombro.
Más que por esa cadena de sucesos asegurados, el miedo me nace desde adentro por lo que yo mismo podría llegar a causarme. Porque me quedaría helado, porque me acometería un repentino ataque de pánico, unas necesarias ganas de mearme en los pantalones, de tirarme de los pelos, de saltar por la ventana o, mejor aún, esconderme debajo del escritorio.
Sería terrible, terrible. No me es posible concebir tal cambio, tal suceso, tal resplandor y la posterior ceguera. Tendría que aprender a decidir, tendría que lidiar con la condición de no estar más colgado de la cuerda de la ropa, ésta cuerda, y mirar cómo los palillos yacen sencillamente sin sentido, tirados en la azotea. Y allí, con los pies en el suelo, sería consciente de todas mis neuronas transmitiendo miles de impulsos en mi cuerpo, de mi sistema nervioso esperando las órdenes de mi cerebro, una maquinaria recién aceitada para andar. ¿Qué haría si me hallara, sin más, capitán de mi propio barco? Si adelante solamente se vislumbrara la posibilidad de estar sólo contra mi vida, sólo con mis decisiones, mis opiniones, mis actitudes. Si nadie más viniera a mi casa a venderme una religión, a imponerme un trabajo, a casarme con una mujer linda y sin personalidad, a pedirme que vote bien y que me comporte.
Qué pasaría... ¿Qué alas debería visualizar para estar cerca de esa sensación tan grandiosa, tan brillante, tan peligrosa, que es ser libre y ya?
Por eso, por eso mismo, no puedo soportarlo. Me engancho a la cuerda tranquilo de que no quieren soltarme, entonces sé que no caeré. Vuelvo a casa cada día y me bajo del auto tranquilo, porque sé que la mujer que me espera no tiene más que un plato de comida y comentarios sin sentido, pero está. Me acuesto tranquilo, luego de ver televisión en paz, porque sé que al otro día habrá invisibles hombres que se tomen el tremendo trabajo de decidir por mí cada paso, mis conveniencias, mis opiniones, mis papeletas.
Rezo para que Dios no permita, que no tenga la mala intención de hacerlo, que jamás se le ocurra abrirme los ojos.



El monstruo que todos tenemos, ése que vos escondés, hundiéndose en tu lago Ness.

18.2.09

Como un perro que espera que le lancen la bola, o la rama, lo que más a gusto le entre en su boquita negra y salivada. Con los mismos ojos estaba mirando el horizonte preguntándose si iba a escuchar en los 90 minutos que restaban la palabra de tres letras. Esa palabra que a cualquier amateur le daría vergüenza, pero que a los ya experimentados los llena de bravura y de ternura de ésa que te hace entrecerrar los ojos. (Igualmente al horizonte nunca le gustaron sus letras ni lanzarle la bola o la rama, pero ahí estaba el perro sin moverse)
Pelaje marrón y lacio y una cara virgen, rogando por esas tres palabras. El horizonte con un mar verde que se rompe en el pasto. Las tres letras en el cielo sobrevolando las edificaciones que de película se dibujan y construyen en otro lado. Las tres letras suspirando, entremezclándose y formando nuevas palabras. Trenzándose en el aire y generando un nuevo porvenir.
Con esos mismos ojos de perro anhela escuchar tres letras para no tener que escapar como Nerón a morir a una tierra lejana. Por más de que sea hermoso el vagabundeo y la muerte como punto final, en éstos últimos segundos, el perro sigue esperando que le lancen esa bola de tres letras.
Con la noche, se da por vencido y se vuelve en el camino contrario de su cucha para morir en soledad bajo alguna estrella roja.

El perro.
Arpegios. Una subida repentina de dedos sobre unas cuerdas de nylon. Una sutil caricia del nylon hacia la piel y retumba el espíritu de las ondas por los aires. ¿Quién diría que hace ya bastantes años la nota Do iba a ser sinónimo de tristeza eterna en el alma que guardé en el placard? El alma, vestida de plásticos, harapos y viejos sacos para usar en algún corso de moda. El alma con olor a naftalina y alguna polilla colada en las entrañas y las tripas de su porvenir. Polillas sin alas, que se retuercen sobre el suelo por la pésima gravedad del planeta, tierra. Tierra por el aire como en una escena oxidada de ciencia ficción, la moda del olor a naftalina. La persecución por la nafta y los caminos que ya no existen. En el centro hay un hombre con sombrero, sin cara, que se pregunta para que lado tiene qué correr cuando no hay caminos y su gran desierto de tierra está situado dentro de un placard gigante. Con el alma de sombrero, con la metáfora de algún otro galán en los pies como zapatos. No saber a donde correr. Recostarse en el techo del placard y soñar con ser un colocador de alfombras hediendo a pegamento barato. Colocando alfombras en el techo con los pies sobre la pintura que no secó. El pecho en alguna heladera por descongelar. Las cerraduras con la llave a media rosca que no te deja entrar ni meter alguna solución. La jarra totalmente llena y ésta gota de alma que no sabe a donde morir. Una gota de alma, una gota de agua. Una gota que entre tanta tierra volando, entre tanta escena oxidada, parece ser de un pasado lejano pero es de un mañana que está por llegar. De un final que no se escribió todavía y que es muy similar al olor a bolita blanca. El olor a naftalina que persigue y la polilla retorcida va rezando un Padrenuestro al piso, lamiéndo el cielo con su mugre.

Ah.
Tengo que apurarme. Debería hacer ya todas las cosas pendientes, rellenar con enduído todas las depresiones en mi pared, antes de que el amanecer, y la luna llena yéndose entre los árboles, me transformen en hombre lobo atacándome a mí mismo.
Es tanta la certeza de caerse otra vez, que cada mañana mi mente hace sus mejores esfuerzos, elige las frases más persuasivas que conoce e intenta mantenerme en la cama. Me seduce la almohada, tibio consuelo del que se ha dormido más de una vez con la cara húmeda e hinchada. Me aprieta la sábana, con la seguridad de no dejarme ir, de agarrarme cuando vengan a buscarme desde la corte electoral para que elija un presidente, desde la facultad para que elija ser mejor y callarme la boca, desde el futuro para que elija tener un hijo y ser madre soltera.
En la cama está la milagrosa posibilidad de volver a dormirse. Y quizás, si para pasar el tiempo no tengo mejor excusa, soñar. Soñar un viaje, un vuelo, un charco de agua. Meter la mano en un tarro gigante lleno de lentejas. Zambullirse.
Cuando tenés la certeza, el frío helado de la verdad, de que no va a salirte bien, no tenés ganas de escuchar Tren a volumen 5. Tren, que sustituye a Discoid en la lista de cosas para las que no estoy preparada aún. Necesito días de lento amoldamiento a la nueva forma que tiene el mundo de avisarme que ya es hora de sumergirme en él.
Por eso, como para no tener tiempo de nada más, estoy apurándome a hacer todas las cosas que pueda ahora mismo. Estoy bajando dos discos a la vez, para ahorrar tiempo. Voy a escuchar un tercio de cada canción, y a llorar una lágrima en vez de tres cuando con su voz curtida y norteña diga que no encontraron nada.
En el fondo de aquel saco, donde iba la vida junto a su almuerzo, quizás me encuentren algún día. Hace tiempo que espero, deseando que se den cuenta de que quedarse callado es querer que hablen por uno. Que con palabras de talco y papel digan lo que no necesito siquiera pensar en articular. El tiempo pasa, la gente pasa, y nos va pareciendo que en verdad no es tan sorprendente aquella tal cosa extraña. Me asusta pensar que en algunos años no quedará espacio para la sorpresa, esa cosa tan importante que le da el puntapié inicial a algunos pequeños cambios necesarios.
Imagino a la novia llorando en un cuartito, pataleando en el piso porque no es simplemente como ella quiere. Lo imagino a él, cediendo una vez más, apretando mil teclas hasta encontrarla, prometiéndole en un susurro que va a ser como quieran sus deseos. Y después, cuando cuelga el teléfono y ella en otro lado se va a dormir tranquila, le da algunos besos a otros labios menos demandantes. Más acá, donde no me ven, empiezo a dejar de sorprenderme. Empiezo a creer que es natural. Empiezo a querer dormir, cada mañana, sin Tren y sin mundo.
Podríamos negociar: me quedo con Tren, pero llevate lejos al mundo.


No es casual, es causal - Lo que quería decirte hoy.

10.2.09

Una lágrima de tambor. Una pirueta grotesca en el aire. Los brillos de tus ojos. El napalm que hincha heridas. Las cicatrices del abono. El demente de las cosechas. El pepino que nunca creció. El tamborilero loco. La estresante tarea de asistir. La lista de presentes. El olor a tabaco ajeno. La pipa y el olor a madera que no quema. El viento de tu instrumento. El silbido apasionado. La enumeración que no termina. El niño que molesta y molesta. La risa descabellada. El absurdo de seguir esperando al lado del árbol. Las frases célebres del viaje. Los bolsos llenos de ropas. Las ropas que te dicen como soy. La tierra de mis pies. Los hongos. El baile tradicional. Los pañuelos al viento. Los cueros por el canal de TV. La transmisión en vivo del fin del mundo. Hasta el fin del mundo.

Para que mi fe no acabara.