Primero pareció que la luna se había caído al suelo. Había adoquines por doquier, y una bola blanca en el medio. Corrieron. La señora se tapó la boca. Alguien dijo esperen, no es el suelo. Y entonces miraron hacia abajo, que se convirtió en arriba cuando alguien dio vuelta el mundo con manos en guantes blancos.
Un Atlas para la noche, que es poderosa y extrañamente fría. Titán que sostenga a los caídos, esos mendigos de pan y agua que se cansan de estar de cabeza. Y las voces. Todas las voces del coro lejano.
Vientito de febrero. Sudor de verano. Frío calmo, perezoso, hablando de desastres y cuestiones de la ética y el amor: lo que jamás le haría a alguien. Y después hacerlo, porque lo cierto es que más allá de la piel, allá lejos donde lata una conciencia, es mil veces más correcto hacer las cosas mal.
Por eso había dado vuelta el mundo: porque me pareció que si todos gritaban se ahogaría un poco el bullicio acá adentro.
The fallen one.
30.1.10
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