27.8.08

El perro estaba echado en la puerta de una casa cuadrada, blanca. La noche caía lentamente, quedaba nada más que un tenue resplandor, como la última caricia.
Apuntó el hocico al cielo y olfateó. Era ese olor otra vez. El ozono concentrándose cada vez más, anunciando lluvia. Sintió cómo las partículas entraban en su nariz y le conducían hasta el cerebro el olor a tierra mojada. Ya llegaba, ya llegaba.
Habían sido lindos días de primavera. Nada de qué preocuparse. Y, por sobre todas las cosas, una sensación de liviandad incomparable. Se había olvidado qué tanto añoraba estar tirado en la tierra con la cabeza despejada y el sol en el lomo.
Un minuto después, el perro todavía miraba el cielo. Lo sentía venir. Como tantas otras veces, se le iba a mojar la cabeza y no sabría bien hasta donde le gustaba y desde cuando empezaba a querer que se terminara de una vez. Con el tiempo le parecía que cada vez duraba menos el rato de placer y llegaba con demasiada rapidez el momento en que odiaba el agua, el fin de la primavera.
Adentro se oían voces, un televisor prendido y el ruido de unas cacerolas. Una niña lloraba pidiendo ayuda con los deberes. De la casa de al lado anunciaron tortafritas.
Y de repente empezó a llover.


Te voy a extrañar, primavera.

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