8.5.08

Una vez se me dificultó cuando entre lenguas verdes y malestar muscular típico del ómnibus y del tiempo contar un poco más de ella, ser un poco más detallista. Me cuesta a veces lograr que mi relato sea real, puro y que llegue a tus oídos -a tus ojos- sin metáfora alguna que busque intentar confundir al recipiente aunque sea la manera más natural y menos disfrazada de seguir comprobando la transparencia tengo que desde que soy gota de lágrima.
Volvamos en el tiempo a aquel atardecer de cielo confuso, pisando una tierra nueva por primera vez, donde mi relato se confundía con las demás gotas que sobre el vidrio resbalaban. Volvamos a soñar con un pueblo donde el chirrido de las motitos de los jóvenes es la banda sonora junto a los grillos, el sonido del agua y de la soledad. Y una vez que lleguemos te voy a contar con un poco más de detalles cuando en otra vida, en otra época -más adelante en el tiempo, no tiene porque ser más atrás mi otra vida-.
Cuando lleguemos... podemos tardar una eternidad en verdad para volver a ese invierno de manos frías que en la calle La Vajilla dejó que nos sentaramos en la orilla de un escalón de marmol a sentir los labios más fríos que el hielo eterno, que la eternidad de una copa de madera de película de aventuras. Un escalón que nació en la marmolería donde mi abuelo jura haber visto como llevaban a Cristo con su cruz colgando en una parte macabra de la religión. Jura haber visto a un artista del cincel mostrar la verdad de la realidad de otra época con simplemente ajustar unos golpes sobre la piedra deforme. Los rasgos de Jesús, los rasgos del mármol frío, el frío marmol del escalón en la calle La Vajilla, tus labios fríos.
La fresca, el viento, la escarcha en los ojos y lo vidrioso de nuestras almas que juntaban humedad y transpiración de exitación nos llevaron a un subsuelo donde lo más podrido de la sociedad de la
época se fue juntando. Cada partícula de polvo, cada rata habitante de la urbanidad más que el rufián, cada luz amarillenta del mundo y cada miles de dólares invertidos en chapa y motor rodeaban una situación tribal y prohibida. Una situación normal según algún loco de Boedo, una situación digna de narrar como la defenestración pública de una prostituta. El olor a milongas y tangos, y la radio Clarín sonando a encierro de trabajo insalubre. El trabajo insalubre de tener tantas ropas y tener que quitarselas llevó a darse cuenta que en la pubredumbre de ese club de la pelea de mi ciudad uno se encontraba tan solo, que ella no existía, como Tyler. Ella estaba pisos más arriba subida a una terraza, intentando pescar alguna estrella para diferenciarla de un planeta porque "a los planetas se les nota el relieve hasta a lo lejos". Ella estaba en una estrella volando y queriendo no volver a tocar el piso para no tener que mirar las manchas de las lozas del patio, las manchas que se le iban agregando a la cara de sus padres castradores.
La soledad nuevamente presente en el relato, fue nuevamente una vez más nueva banda sonora de una vida que ya viví. Las ganas de parecerme a un suicida de principios de siglo, a un inventor de chatarras obsoletas que algún día funcionarán en un sueño de un niño. Las ganas del suicidio puro inundaron la sangre de mi ser. Cada día me encuentro más parecido al personaje del libro que estoy leyendo. Cada día estoy más viejo, más cercano a la muerte.
Pasó la vida después del episodio del subsuelo, pasó la vida y después fui gota en el vidrio de unos viajeros que se aprontaban por el oriente de mi país. Años más tarde fui un girasol humano que con cada niña menor de 17 temblaba de ganas de escupirla en la cara más de una vez, porque después de tantas vidas ya comprendí porqué hay gente que para matar no alcanza con una puñalada y llega a contar más de treinta. De rabia y de locura, de soledad y de relatos detallistas.

Banda sonora.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Que talento, Luisa Alberto! Gracias por tanta buena letra. Hacia mucho que no pasaba y tengo textos atrasasdos para leer.
Genial lo suyo. Le mando un saludo!