En ningún momento de la vida la imaginación caminó por los senderos necesarios para advertir la realidad que llegaría, suave como alguna cosa de Debussi, como alguna seda en manos cálidas, como agua deslizándose en el cristal. Ni colorín ni colado. El cuento se tornó cierto y la creatividad murió una tarde de otoño apuñalada en el banco de plaza vacía.
Pensar, pensar. Cómo más vivir. Cómo poder ser si no hay intercambio de iones para satisfacer las garras de una mente ensangrentada, dura de domar, testaruda y poco dócil. En un parpadeo, un sueño de diez mil noches sin dormir, la suavidad de una caricia indica que se puede parar de ser maquinita lógica que hace cuentas y suda pronósticos de vida. Le susurran amor y devuelve un llanto lastimero de perro viejo.
¿Hasta dónde? ¿Y qué si el amor desemboca en los brazos que han matado y han tirado abajo sueños como si soplaran dientes de león? ¿Qué pasa si el beso sabe a sangre de otro, a vida marchita y caduca que no puede volver? ¿Y si después de matar llega a casa, y si después de destruir se vuelve dócil, y si después de golpear a los más débiles le surge la necesidad del abrazo?
Hay cosas posibles y otras no. No sé. El nombre suena en mis labios y sé que algo cambia. Que el monstruoso rostro de la bestia se torna hacia mí, me mira, y el brillo surge y la mirada se calma y la ternura florece, tan imposible antes, casi como para no creerlo. Pero entre todas las historias de lucha y de amor, de odio y de sangre, el presente tiene poco para añadir a lo que pase. En realidad, el instinto tira como de una cuerda atada al cuello.
Cuando llegues, no hace falta que te anuncies. Vamos a saber quiénes somos. Y si en tus manos hay sangre y si en mi cara hay miedo, en realidad eso no es más que la naturaleza humana: Aún no nos entra del todo en la cabeza esto de que sea imposible crear sin antes haber aprendido a destruir. Tampoco amor sin odio.
Belcebú.
12.3.10
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