20.2.10

La gente cambia como un terciopelo. Depende el viento, el roce, sus tonos y colores. No es como para alarmarse, pues nunca un terciopelo azul apareció rojo de repente, pero no te asustes y un día aquellas finas cerdas aparecen mirando para otro lado.

Esperanza. Un día, acumulada, llené un barril entero y pensé que no podía pedir más. Pero en el terciopelo se me cayó un poco y en la duda otro tanto. Ahora intento no caerme, pendiendo de un hilo, a terminar de ahogarme donde muertos no están pidiendo.

Aprendo que tengo manchas en un historial ya bastante largo como para agregar más cosas. Aprendo que de lo dicho ya no se puede decir más, pues la contradicción terminaría por aplastarme con su peso monstruoso. Sé del mal mucho más de lo que quisiera. Lo cierto es que volé con él años luz experimentando sin miedo de quemarme un dedo.

Olvidé más tarde quién era, y ahora con tristeza anuncio que me creí mucho y me vi poco. Que sonreí pensando, muchas veces, cuánta bondad podía llegar a dar si quería. De lo despótico y lo cruel me separé, me volví sapo de otro pozo y flor de otro jardín, haciendo gesto de asco y condendando con un dedo más utilizado que el corazón.

Si vamos a hablar, hablemos de verdad. Ya no tengo miedo de las heridas de otros, ni escondo más mi espada. En qué momento sanarán, no sé. En qué momento encontraré la paz que no se preocupa de antiguas caminatas, tampoco. Pero tengo ganas y aún resta esperanza. No puedo devolver lo que tomé y no puedo secar los ríos de lágrimas. Pero puedo desviarlos con piedras que, quizás, los lleven a un curso más feliz.

Me paro a pensar un rato. Presiento que toda la vida fue igual. Si lloro no sirve y si río molesta. Para los corazones tengo un regalo, para las almas una compañía, para las piernas cansadas un grito de aliento, luchando para no declararse vencido, que llega y remonta soñando hacer caer de estas manos las armas y de esas las heridas.

Nageśwara.

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