7.3.08

La ciudad, implacable
nos confiesa una vez más,
dame tiempo, necesito
asumir la realidad.



Hoy decidí de donde soy. Lo decidí, aunque también lo decidí otras veces. Cada vez que voy lo decido, a veces con más o menos ímpetu. Quizás cuando me voy todos lo efectos se van lavando, destiñendo, y al poco tiempo me olvido de lo que decidí. Entonces vuelvo a sentirme de todos lados. Hasta volver, una noche, y notar que nuevamente encontré el sitio del cual soy.
Necesito aclarar que ser de un lugar no es haber nacido allí. No podría precisar dónde nací exactamente. Para regocijo de mi breve salud mental, diré que nunca nací. ¿Quién es más inmortal que alguien que nunca nació? Me considero, de tal forma, un ser endeble y eterno. Siempre que estén mi voces estaré por ahí a la vuelta queriendo dormir en un escalón.

Confieso que no sé por donde empezar. Siempre me pasa lo mismo. Llego a casa y tengo todo atragantado en la garganta y en la cabeza, intentando retener todas las imágenes para poder hilvanar y contar. Creo que la erosión es tan rápida a veces, que ya ahora, ocho o nueve horas después, siento que hay partes perdidas en mi rompecabezas. Pero lo que yo me propongo hacer es intentar explicar. Explicar es la forma que me queda para entender. Para saber porqué. Para comprender las sensaciones. Son tantas, encerradas en una colilla de cigarro tirada en la vereda. Aún queda algo de humo saliendo del último resto de tabaco, y en él bailarán estas palabras.


1 - Una de las primeras anotaciones mentales que pude hacer es que quisiera estar es muchos otros lugares muy distintos para poder saber si todas las ciudades son iguales o si todas tienen alma propia, como tantas veces creí vehementemente. Pude alejarme ya varias veces, y voy creyendo parecido. Lo que más me llama la atención es la convivencia del amor y el odio simultáneos, corriendo a la par sin desfasaje posible, haciendo que para todos por igual sea posible odiar este cordón sucio y sin embargo estar totalmente consciente de que no hay estado mejor que estar así, ahora. Un loco borracho que pasa y pide un trago, gente que conoce la misma gente que yo, y una suciedad pegada en la ropa, en toda la ropa, con olor a calle y a tiempo.
Odio que suenen mis pasos oscuros con eco. Odio que seamos tres y solo tres en una avenida. Odio el silencio profundo y las cabezas midiendo juntas de baldosa.
Y soy transeúnte por elección de todo eso, pasajero del mismo coche a deshora que elije ser triste y ser gris porque le gusta vivir como colilla de cigarrillo tirada aquí o allá, con solo una baldosa o dos de autonomía.

2 - Calentura de esquina. Como en un cuento de otro enloquecido más, donde alguien se acuesta con la que le pide medio que por favor que le hable, después de rozar los codos y solo un ratito antes de desnudarse de apuro en un hotel. Carnívoros nocturnos impacientes, rozando pulgar con índice, soñando la indecencia de una muchacha que espera en una esquina fea, que se atreva, que le diga su nombre y algo más, que lo mire y lo invite y entregue lo justo para morir viviendo.
Son esos mismos viejos que apelan encontrar una limosna de bienestar, en la incapacidad y el desespero de los años fáciles que ya no están. ¿Podemos hablar? No podemos hablar. ¿Podemos tocarnos? No podemos tocarnos. ¿Podemos tener lengua? No podemos tener lengua. ¿Podemos usar una cama o un piso o cualquier superficie donde pudieras satisfacer un viejo abandonado de calores y entusiasmos? No podemos. Podemos solo mirarte con asco y pedirte que salgas de acá.
Y sale, porque no es tan malo como para obligar a nadie. Y vos mirás para la esquina pensando si volverá, odiando que suceda, que manchen tu cuidado currículum de señorita que jamás haría algo así. También odiás el desencuentro, motivo por el cual estás sola. Entonces hacés la segunda anotación mental: ciudad de los desesperados, condición necesaria.

3- Veníamos con el tema de los desencuentros. En eso mismo andaba pensando cuando por teléfono me indican que tres cuadras más abajo encuentre a quien viene a buscarme. Que suerte. Poder abandonar la esquina de la calentura y el viejo que te mira a ver si tenés un escote donde adivinar qué clase de persona sos.
Me miro. No tengo escote. ¿Será tan así, tan adivinable?
Hay calles y calles. Reconozco que no hay que pecar de prejuicioso, sobretodo con algo que tiene sobre sí tanto de nuestra suerte, como una calle. Pero hay calles y calles.
Venía de una esquina que no inspira confianza. De calles angostas, poca iluminación, negocios cerrados, abandonados o rotos y caminantes que con lo puesto no se sabe si vienen, si van ni qué quieren. Esas calles son las mejores para un miedo de espina dorsal. Para un escalofrío de nuca. Para una insinuación de medianoche. Para una puta y un borracho, un viejo y un triste.
Las otras, más iluminadas y concurridas, son un respiro después de una tensión. Ahí uno aprende a distinguir entre la locura y bien y la mal, o quizás solamente entre la locura y la maldad:
"¿¡Y, che!? ¿No llegó todavía?" pregunta un nuevo viejo sonriente, más zaparrastroso y más viejo que el anterior. Se gana sonrisa y respuesta.
Y yo me gano la tercera anotación mental: aquí todos sabemos del desencuentro. Ciudad donde siempre alguien está esperando a alguien. Es tan fácil y nos cuesta tanto encontrarnos.

4- Ahora lo sé y la claridad me asusta un poco. Tengo miedo de haberme condenado a padecer un mal que me va a llevar a ser como tantos. Tengo miedo de estar aceptando que soy yo quien deambula y no quien sufre las locuras del deambulante de turno. Pero (y otra vez la controversia que tan bien nos sienta) sé que es así la plenitud en este lugar, que uno aprende a reconocer sus propios placeres y a florecer en la reflexión necesaria y obligatoria. Es un callejón sin salida que solo lleva al pensamiento.
Ahora lo sé, como cuando decía que lo decidí. Cada vez que vengo lo sé, y lo sé por primera vez cada vez. Sé que cuando uno se queda solo nuevamente, después de que (al fin) logró encontrarse con otros y realizó las actividades por las cuales estaba allí, es cuando realmente comprende. Cuando escucha y sabe de qué se trata.
Este lugar ha demostrado saber susurrar bajito a quien esté solo y predispuesto. A quien tenga un pequeño agujerito donde poder filtrar información. No es la primera vez que soy yo quien está así, sola y abierta a sentir el viento que trae voces que cuentan cómo es todo esto.
Uno se vuelve una flor y se abre derrepente sin poder detenerse, casi obligado a sentirse en carne viva, a palparse y entender que ahí está uno, sucio de humos y sudores, de reblandecidos callos y roces. Va a entrar un niño al ómnibus a las 5 de la mañana, va a tener rulitos chiquititos, va a estar vestido mal e insuficiente, va a cantar una canción que hable de sí mismo, agarrado al pasamanos al que solo llega de puntas de pie. Y va a lograr que entiendas, como con un pedacito de vidrio en el corazón (un libro, otra vez), que es parte del ejército de la ciudad: reclutados tan temprano, son el armamento con blanco en el alma, pequeños de uniforme en tonos de marrón que apuntan y casi nunca consiguen algo.

5 - Las últimas imágenes no son claras. Tienen olor a resaca de jueves en bar chiquito. Tienen olor a que se acabó el rato en que pasó algo. Y ahora volvimos a las eternas horas de inactividad y vacío. En todas las calles, todos duermen. Solo quedamos rezagados, atrasados que acabamos de salir del ruido y el olvido. Nadie avisó que afuera todavía las cosas no cambiaron.
Al salir, con la carita feliz de la muñeca medio borroneada, la ciudad vuelve a estar en su lugar, y el odio y el amor listos para volver a convivir cincuentaycincuenta. Los últimos gemidos son de un tipo con remera de banda extranjera que, ya medio tirado más en la calle que en la vereda, se queja de que se tragó la última gota de su caja de cartón.
Los personajes se vuelven difusos, ya casi parece que nunca existió esa mirada de querer gritar una hora en un cuarto, esa sonrisa de entender que me falta alguien, esa fuerza de distorsión encerrada en un lugar tan grande y tan chico como una casa, ese ángel editado a lapicera en un afiche de pared, vuelto un ángel pornográfico con labios sedientos y mirada de noche en un cabaret.
Todo está lejano, a cuarenta minutos de distancia y tantos sitios. Quizás lo escribí para olvidarme menos rápido. Para recordar que siempre sé de donde soy. Para que me rompa un poco menos las pelotas ser de algún lugar del mundo.



Recordame,
no me olvides,
sé que vas a
regresar.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Te diria algo si no me hubieras dejado sin palabras.
Estoy emocionalmente atragantada, jaja.
Increíble.