12.12.07

Las voces en la ciudad cuentan y cantan todo lo que sucede, lo que vendrá, lo que ya pasó (como un eco sonando, rebotando en la pared vieja y despintada de un conventillo en Cuareim), como si supieran todo.
Caras arrugadas en el tiempo comentan, aferrando la misma flor sin destino aparente, condenada al ojal, que uno solo tiene lo que no espera. Y que lo que espera... llega tarde o nunca llega, se pierde en el tiempo y uno se vuelve enredadera que aguarda y enfurece.
Eso lo explica todo. Los mil y un coches amarillos de quienes nadie esperaba nada, pasando y pasando, destino equivocado. Nadie quiere resignarse a agarrar lo que se repite, solo porque sí.
La ciudad cuenta cuentos de personajes que un día de lluvias intermitentes se dicen hola y después caminan una hora y media equivocando otros destinos menos certeros.
Esa historia también está en los libros de cemento.
Un señor pega la oreja al pavimento. Le parece que si cierra los ojos y presta mucha atención las podrá oír hablar. Le parece que llegarán todas juntas a abrumarlo de historias de bar, de balcones, de vereda, de pan y baldosas grises.
Se queda quieto esperando, sintiendo la ciudad latir debajo suyo. Entonces algo le golpea la nuca. Traído por un viento, un poco destartalado, le llega un manojo de hojas engrampadas. Entre sus manos se abre y se pregunta quién será esa voz que anda regalando historias como si le sobraran.
Y nadie responde, por supuesto, porque las voces anónimas invitan a que cada cual les ponga nombre. Como si se llamaran Pedro, o Tomás, o Virginia, o Mariana.
Hay alguien en la ciudad que conoce más que su propia historia. Y ese día hasta su ADN se siente nuevo.



A vos.

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