6.12.07

Descuidando el hilo. Ahora lo deja pender suavemente, balancearse con el viento que toque venir, que venga, que llegue. El viento será cuando se apague el sol una tormenta de idea y cosas ya sabidas.
Descuidar el hilo, dejar de sujetar el péndulo, implica todo. Unos ojos que se cierren, unas manos que se agarren fuertemente a otra cosa y lo dejen escapar, una boca que no grite cuando todo se sacuda, unos oídos que sepan escuchar al viento cuando silbe en los techos y se anuncie tarde, cuando ya llegó.
Con los pies sobre la alfombra, pasando las manos frenéticamente sobre los ojos, todos los días después saben a que el péndulo se balanceó tanto, a que el hilo hizo lo suyo tanto rato, que ahora volver a controlarlo, otra vez, es otra vez subir las escaleras hasta el techo y sujetarlo, y sujetarse, y colgarse de él para impedir que otra vez vuele y se mueva.
Tanto tiempo así, adormece. Y adormecerse es sedarse, es anestesiar el corazón un poco, los brazos otro poco más. Así, el tiempo tiende a querer soltar. A que lo deje ir otra vez. El tiempo, cíclico y repetitivo, absurdo y aburrido si todo consiste en soltar y agarrar, en amarrar y dejarse caer. Sin suspensión, volar no va a ser más que un instante después de soltarse y uno antes de caer al suelo.
Un día arranca el péndulo. De raíz. Se rompe un poco el techo, caen pedacitos de él al suelo que queda medio sucio. Se mira los pies y ahí están, alrededor. Y en la mano, el hilo. Es ahí cuando siente la tristeza nueva. Como si de hebras de alma estuviera hecho.




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